Norma E. Mainero, Juan Carlos Colombo, Ed. Abedul
El Juicio
Finalmente, había llegado el
juicio.
Parecía mentira. Tantos años
esperando, con ese doble sentimiento que se tiene siempre en los trances
difíciles; querer y no querer, desear y dilatar al mismo tiempo. Pero estábamos
allí, todos con un mismo fin: tratar de salvarnos, o por lo menos, perder lo
menos posible, porque en los juicios se sabe que siempre algo se pierde.
El lugar estaba atestado. No
cabía ni un alma, sin embargo se seguían sumando como si el contenedor fuera
cedente.
Entre las cabezas, yo buscaba
con desesperación a los mediadores. Tal vez estuvieran cerca, aunque no se veían
ellos, ni el juez, ni los empleados, y eso me ponía más ansioso.
Todos vestíamos igual, como
si una decisión del inconsciente colectivo o, vaya a saber qué tradición
impuesta por alguien que, a estas alturas nadie conocía, tuviera la intención
de uniformarnos en la culpabilidad o en la inocencia.
En una cascada de lamentos
escuché a los impíos que confesaban su temor al juez, por aquello de lo de los
atentados terroristas.
Atrás, una mujer mascullaba
su miedo mientras ensayaba argumentos para convencerse a sí misma de que lo
suyo no era tan grave, porque no había sido encubrimiento, sino miedo a contar
la verdad.
Adelante estaban los gordos a
los que la túnica blanca de puntillas
hacía que parecieran más.
Y hacia el costado, los ladrones; todos juntos: los rateros y los
estafadores, los asaltantes, los punguistas, y también, los egoístas y los
avaros.
No alcanzaba a ver más allá,
pero los mediadores no aparecían.
Mis sentidos me daban esa
simple información sin saber qué sucedía a unos metros. En el zumbido del
tumulto se confundían argumentos, justificaciones, estrategias, y uniformados
en el asunto, en la angustia y en la espera, yo también tenía miedo porque
aquella vez, había mentido.
Se abrió la puerta.
Miramos hacia un punto y nos
adelantamos torpemente.
La señora me gimió la nuca y,
empujado por la maroma, choqué contra los gordos y los delincuentes, y recién
ahí afloró nuestro costado iracundo.
Agolpándonos para entrar primero, pasaron los que estaban más cerca.
Nosotros envidiábamos su
suerte porque en pocos minutos resolverían todo y habrían terminado.
La puerta se cerró. Siguió un
silencio, tan hondo como breve, que dio paso a un murmullo in crescendo,
ansioso, como las moscas que liban la carroña y se espantan ante una amenaza.
Y mientras escuchaba en mi
oreja los temores de un soberbio, me encontré
repitiendo los míos en voz alta, uniformado en esa masa humana.
Se abrió la puerta.
Otra vez el silencio, veloz
como una puñalada. Después, gritos y lamentos.
Los condenados volvían con la
sentencia firme y lloraban. Veían la absolución muy lejos.
Mezclándose como las barajas,
unos salían, mientras entraban los de la otra tanda.
Y otra vez la puerta.
Apretados, y cada vez más
parecidos, comenzaron a sobrar los atenuantes, las preferencias, las prebendas,
porque la imperfección de nuestras vidas no dejaba lugar a los ricos ni a los
pobres, a los simples ni a los poderosos. Teníamos los mismos sentimientos, las
mismas bajezas, y éramos todos iguales.
Habían dicho que el juez era
benévolo, que entendería las debilidades y perdonaría nuestras faltas, sin
embargo todos, sin excepción, salían mojados hasta los pies.
En la próxima oleada me
tocaba a mí. Tenía la puerta adelante. Faltaba poco para llegar al juez y contarle todo. Rogarle que me
impusiera cualquier pena y terminara de una vez con esto.
Y llegó mi turno. Nuestro
turno.
Pasamos.
Otra vez la puerta y el
cuchillo del silencio breve.
Había llegado el momento.
Todos pensábamos hablar, pero
nadie confesó nada. No hizo falta.
Entonces entendí por qué
llorábamos: no había nada que se pudiera decir, ni nada que no se supiera.
Ya no cabían formas, ni
justificaciones, ni argumentos.
No podíamos contra la verdad.
La verdad se imponía por sí
misma, en un autocastigo ineludible. Norma Mainero
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